martes, 23 de abril de 2013

La Ausencia

Mi madre, a los 16 años
Aclarando el día, al cantar* de los gallos, 
mi madre abandonaba el lecho…
Apenas con 11 años, muy cerca 
de Bogotá, la vida nos daba la oportunidad 
de estar en una casa campestre y, en su comodidad, despertar la perspectiva de un promisorio horizonte.
En la obscuridad de las cuatro de la mañana, sentía a mi lado  el vacío de su  tibio cuerpo, 
pues mi madre calentaba la cama que compartíamos y, a su ausencia, yo despertaba…
Desconcertada y entumecida salía por el angosto corredor 
de la casa y divisaba en el gran patio, la silueta de mi madre 
que tal vez,  acompañada por los rezos, lavaba nuestras ropas; 
de la llave de la alberca, colgaba una vieja media, 
para callar el ruido producido por el chorro del agua.
Inútil buscar silencio; había otros ruidos producidos por la 
ebullición de una olleta con agua de panela,  el hervor 
de una vasija que contenía arroz y  la enorme olla de la sopa; 
todas estas vasijas producían una musicalidad al fondo 
de una oscura cocina, sobre la estufa de carbón de piedra, 
cuya forma de combustión, daba gran trabajo encender. 
El contexto daba testimonio de la presencia de mi madre, de una hora o más, retrocediendo el reloj. 
Sobre estas ramas se mecen las mirlas de casa

Ella madrugaba para cumplir con
sus deberes de mamá y dejar
las cuerdas de alambre llenas
de ropa lavada y extendida,
preparado el desayuno y el almuerzo, para cuando regresáramos de la escuela. 

Mi madre nos despertaba con su tierna y firme voz, para 
mandarnos a estudiar; esa firmeza que siempre  dio muestra 
de autoridad, para reemplazar a un ausente papá.
Así lo esgrime ahora mi mente, al recuerdo de la 
sequedad de sus palabras y la sobriedad de su estilo…
Mi madre, el ser dulce que siempre nos prodigó “leche y miel”.
Con esta vivencia aprendí la responsabilidad.
¡No al aborto!
*Ahora nos despiertan las mirlas.

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